6 de diciembre de 2024
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Una empresa redonda | Mentoring

“Los líderes no crean seguidores, crean más líderes”

Tom Peters

Andrés de Urdaneta es uno de esos personajes con historia. Él solo era un niño, pero soñaba con surcar los mares, como aquel hé- roe nacional vecino de Guetaria —por el que sentía fascinación— que acababa de dar la vuelta al mundo. Andrés tenía, como hijo segundo, el destino escrito: cura. Pero apenas cumplidos los dieci- siete años, escapó de su Villafranca de Ordizia natal a recorrer esos mundos de Dios embarcado en la Expedición de Loaysa. La flota iba a replicar el primer viaje a las Molucas, con esa nueva generación que pide paso a bordo y en la que Elcano, además de una sustancial suma, aportaba lo más importante, el know-how.

Andrés venía de una familia con pedigrí. Su padre, Juan Ochoa de Urdaneta, había sido el alcalde de la localidad y comerciaba con las tropas que estaban acantonadas en la guerra contra Navarra. Su madre, pertenecía a una acaudalada saga —dedicada a las ferre- rías— emparentada con los Legazpi (Miguel López de Legazpi fue conquistador de las Filipinas y fundador de Manila).

Elcano fue su mentor y le enseña todo sobre el “arte de marear” y la cosmografía. Urdaneta ya venía con una buena base teórica, pero le “faltaba calle”. Formará parte de la realeza náutica y se convirtió en uno de los mejores marinos de la Historia al completar el primer tornaviaje con la nao San Pedro entre Filipinas y Nueva España, con lo que el Pacífico se hacía transitable por el hemisferio español y per- mitió a Felipe II expandir su imperio hacia Asia. Lo logró en 1565, cuatro décadas después de que Juan Sebastián Elcano hubiera dado por vez primera la vuelta al globo. Con aquello, el comercio mundial fue una realidad gracias a la ruta del Galeón de Manila, el sueño de Colón.

Urdaneta realiza esta gesta con más de cincuenta años y tras una intensa y minuciosa preparación, tenía un conocimiento profundo del Pacífico —donde estuvo viviendo diez años— y donde estudió el clima, las corrientes y, lo que es más importante, los idiomas lo- cales que le permitieron relacionarse directamente con los nativos y aprender de ellos.

Con los años, Urdaneta se revelará como un marinero excepcio- nal, minucioso y preciso. Tenía una letra clara al igual que sus ideas, era un hombre culto que de vez en cuando usaba vocablos propios de su lengua materna. Va a controlar con rigor cada detalle, desde usar la psicología a la hora de reclutar (enrolando a marineros que se conocen previamente, para evitar motines y lograr cohesión de equipo). Además, conoce la importancia de la alimentación en el rendimiento, en un informe al virrey insiste en incluir “alimentos frescos para buscar la salud de la tripulación”, y selecciona, entre otros, habichuelas, piña, cocos…, con lo que, efectivamente, evitó el escorbuto a bordo.

Pero volvamos a la expedición de Loaysa. Al igual que su anteceso- ra, la escuadra de Magallanes, estuvo presidida por el infortunio. De las siete naves y cuatrocientos cincuenta hombres que partieron, tan solo la capitana Santa María de la Victoria (de nuevo ese nombre) llegó al destino de las Molucas. Por el camino, perdieron la vida dos de sus capitanes en el Pacífico: primero Loaysa y pocos días después, Elcano, probablemente por comer un pescado tóxico, seguramente barracuda o picuda, “con dientes como de perro”, como explicó en su crónica Andrés de Urdaneta. Su gran valedor había muerto.

“Lunes a seis días de agosto [de 1526] falleció el magnífico señor Juan Sebastián Elcano” (anota lacónico y contenido Urdaneta en su “Relación…”).

Elcano tuvo un final sin épica, una muerte que no estuvo a la altura de su vida. Después de tantas penurias y peligros, la cigua- tera —una intoxicación alimenticia— acabó con él. Su cadáver

fue lanzado al mar el 7 de agosto, envuelto en un sudario y sujeto a una tabla con cuerdas. La marinería le rezó un padrenuestro y varios avemarías. Esas fueron las exequias y el final para un hom- bre excepcional. Urdaneta se va a encargar de escribir sus últimas voluntades.

Sin duda la expedición de Loaysa da para varias novelas y una serie de Netflix. De nuevo problemas en el estrecho: la Anunciada desertó al igual que hizo la San Antonio antes, la Sancti Espiritus naufragó con Elcano al frente, aunque logró ponerse a salvo, la San Lesmes fue arrastrada por una tormenta y separada de la flota (gra- cias a eso, descubrió Cabo de Hornos, aunque la gloria se la llevaron los holandeses un siglo después). La Santiago se perdió y acabó en México. La San Lesmes también se perdió y su desaparición dio lu- gar a especulaciones como que arribaron a Tahití (de ahí que tengan algún vocablo vasco) o que descubrieron Nueva Zelanda y Austra- lia. La Santa María del Parral encalló y, finalmente, solo quedó la capitana: la Santa María de la Victoria en la que Loaysa y Elcano acabaron su viaje vital.

La flota llegó a las Molucas demasiado tarde, ya estaban allí asen- tados los portugueses. Urdaneta pasará una década en las Molucas, su vida se vio comprometida en infinitas escaramuzas coloniales contra el gobernador portugués Pedro de Meneses. Eran cuarenta marineros —venidos en un único barco perdido— olvidados contra el imperio portugués. Y a todo esto, Carlos V ya había vendido las Molucas a Portugal…

Al llegar a Lisboa, los portugueses le requisan toda la documen- tación, los derroteros, cuadernos de bitácora, mapas…, pero Andrés tenía una memoria prodigiosa y logró reproducir la documentación y todos aquellos valiosísimos informes (es la famosa “Relación de los sucesos de la armada del comendador Loaisa a las islas de la Especie- ría o Molucas en 1525 y sucesos acaecidos en ellas hasta el 1536”).

Después de décadas adrenalínicas (protagonista del virreinato de México) y hastiado de sinsabores, en 1553 —a sus cuarenta y cin- co años y haciendo caso, por fin, a los designios familiares— ingre- só como fraile en la orden de San Agustín en la capital mexicana, donde pasó los siguientes once años de espaldas al mundo. No le faltaban pecados que purgar: había derramado sangre en nombre de su rey, había vuelto a casa con una hija mestiza (probablemente ile- gítima) que había llamado Gracia en honor a su madre (y que había dejado atrás en Ordicia, entregándola en adopción a su hermano)… Tiene valor y coraje, tiene principios, lo que hizo lo acepta y lo acata, se está jugando la vida con la Inquisición.

Pero su valía como navegante, sus dotes diplomáticas, el añadido de hablar malayo y su impagable conocimiento de las corrientes y vientos eran un activo que no podía recluirse entre las cuatro pare- des del convento agustino. Felipe II tenía un problema: sus pilotos reales (Saavedra, Villalobos…) no sabían regresar a casa por el Pací- fico. Urdaneta es solicitado personalmente a embarcar, esta vez con Legazpi al frente.

Deja la paz del convento y vuelve al mar. Llegar a Filipinas no es problema con vientos y corrientes a favor. El reto es el regreso. Tras perder su juventud varado en el destino más ambicionado de su épo- ca, está dispuesto a sus cincuenta y siete años a hacer historia. Sale de Cebú el 1 de junio de 1565, apostando con su propia vida en lo que nadie antes ha conseguido.

Urdaneta tenía los conocimientos, el cerebro, la visión y la pasión. Para él, resulta evidente que el tornaviaje es una cuestión personal. Con los cuatro meses que duró el viaje estableció un récord que se tardó cien años en superar. La ruta comercial que abrió permaneció operativa nada menos que doscientos cincuenta años, pero, pese a la ingente hazaña, será otro gran ignorado de la historia junto a su mentor de juventud, Elcano.

Una vez informado el rey, el agustino volvió a su celda del con- vento de México, y allí murió el 3 de junio de 1568 a los sesenta años.

A él se debe la evangelización de las Filipinas, aún hoy conti- núa siendo el único país católico de Asia (si exceptuamos a Timor Oriental). Urdaneta insistió a los religiosos que evangelizaran en el idioma nativo. Esto logró que el mensaje cristiano permeabilizara y que se mantuviera el tagalo vivo. Recordemos que Magallanes ya puso la primera piedra de la iglesia católica allí, y la talla (el Santo Niño de Cebú) que regaló, es la más venerada aún hoy en día.

La figura del mentor era tan importante entonces como ahora: contar con la experiencia y consejos de una persona que ya ha re- corrido muchos caminos antes que tú, impulsará exponencialmente tu curva de aprendizaje y se traducirá en que minimices los errores y su impacto.

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