17 de mayo de 2024
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Una empresa redonda | Gestión del fracaso. El empeoramiento empieza a empeorar

  • Desde RRHHDigital os presentamos el libro ‘Una empresa redonda: El viaje de Magallanes y Elcano que cambió el mundo’, escrito por Raquel Sánchez Arman y Jesús Ripoll, fundadores de Helpers Speakers.
  • Esta obra revisa la historia a través de las gafas del presente y relacionamos el viaje de Magallanes y Elcano siglos atrás con el viaje de las corporaciones en la actualidad.

“Un hombre no mide su altura en los momentos de confort, sino en los de cambio y controversia”

Martin Luther King, Jr.

La buena noticia es que ya no hay mares desconocidos para la Humanidad; la mala, el Mundo era mucho más grande de lo que se pensaba. Magallanes —ni ninguno de sus subordinados— podían imaginar que el Pacífico iba a ser tan inmenso, de hecho, caben en él holgadamente todos los continentes del mundo.

El mal llamado océano Pacífico no resultó ser ni tranquilo ni pacífico (afortunadamente lo atravesaron en la mejor época, sin tifones ni huracanes), pero se reveló como un interminable desierto marino capaz de ahogar sus sueños, no se toparon ni una sola isla en semanas de infructuosa búsqueda.

Y como el saber no ocupa lugar, aquí están los datos de sus dimensiones:

Tiene una superficie de 161,8 millones de kilómetros cuadrados.

La profundidad media es de 4.280 metros y la máxima es de casi once mil metros que corresponde al abismo Challenger en la fosa de las Marianas.

Una vez logrado el primer objetivo de la expedición, encontrar el paso, Magallanes trató de focalizarse en el siguiente objetivo: llegar a la Especiería. Ni siquiera la pérdida de su mejor piloto, Estêvão Gomes, ni de su mayor barco con las provisiones, la San Antonio, iban a derrotarle. Bien mirado, cuanto más reducida se volvía la flota, más manejable era. Además, se había deshecho de sus mayores amenazas. ¿Qué más podía pasarle? Lo peor ya había ocurrido y había resurgido fortalecido, si no se había venido abajo antes, no lo iba a hacer ahora más cerca de su objetivo. Solo le separaban unas pocas jornadas de navegación…

Pero si algo ha quedado patente de esta expedición es que lo que podía salir mal, salía peor. Magallanes ponía proa rumbo a lo desconocido y llevaba a su tripulación al inmenso y desolado océano más grande del planeta. Aguardan meses de exigente y penoso viaje oceánico.

La travesía del Pacífico se inicia buscando ganar latitudes más cálidas, rumbo norte, ya habían pasado demasiado frío (el derrotero de Francisco Albo nos da casi diariamente la posición). Se acercan mucho a la costa chilena (la actual ciudad de Concepción, que quedaría sin ser explorada hasta treinta años más tarde). Cometen el gravísimo error de no parar a avituallarse: fue una sentencia de muerte, ya que hubiera evitado las penurias que padecieron y, sin duda, muchas bajas.

La vida nos va a colocar, antes o después, ante situaciones en las que vamos a poder saber realmente quiénes somos y esta expedición se vio llevaba al límite en incontables ocasiones. Tras varias semanas de navegación, el desconcierto y la intranquilidad hicieron mella. El poco agua que quedaba estaba putrefacta y resultó imposible abastecerse porque no llovió ni una sola gota (tenían un método de recogida de agua con las velas). Se ven obligados a mezclar el poco agua que queda con orina. Por fortuna, los vientos les resultan muy propicios, constantes a favor y sin ninguna borrasca, lo que les permite avanzar diariamente del orden de setenta leguas —exactamente, 385 kilómetros—. Sin embargo, el océano parece no tener fin.

Esta etapa se cobra veintinueve vidas —abrasados por la fiebre y el sol— y deja al resto de la tripulación muy debilitada y al límite de su resistencia. El primer enemigo que les acecha es el hambre, pero los acompañan también el calor, el hacinamiento, la insalubridad, la tediosa rutina del día a día y la plaga de los marineros: el escorbuto. De ser ciertas las leyendas de la mitología popular marinera, si hubo un escenario idóneo para ese imaginario dantesco donde un monstruo surgiera de las profundidades o que el océano rompiera a hervir, sin duda era este. Tres insignificantes naves vagando en un infinito océano…

Los nativos tenían (y tienen) unas técnicas —tan básicas como efectivas— para leer el mar y descifrar a la naturaleza. Un método tan sencillo como seguir el vuelo de un pájaro cuando regresa a su nido tras un día de pesca en mar abierto, o la ondulación de las olas. También estudiaban las nubes, las islas más altas del Pacífico alteran los vientos alisios, haciendo que sobre las masas de tierra se concentren niebla y vapores. Todo esto indicaba ¡tierra a la vista! Pero las jornadas de navegación de la flota se sucedían sin avistarla… Pasaron de largo la isla de Juan Fernández (la de Robinson Crusoe), no se toparon con la isla de Pascua, ni las Marquesas, ni Tahití… Pasaron muy cerca de las islas Marshall, pero no las divisaron por poco. La mala suerte también iba a bordo. Solo encuentran dos islotes pequeños en los que les resulta imposible fondear: el atolón de Puka-Puka y la isla de Flint, que llamaron San Pablo y de los Tiburones respectivamente.

La crónica que hace Pigafetta (narrando en carne viva) es de un realismo doloroso y sobrecogedor:

“Miércoles 28 de noviembre, desembocamos por el Estrecho para entrar en el gran mar, al que dimos en seguida el nombre de Pacífico, y en el cual navegamos durante el espacio de tres meses y veinte días, sin probar ni un alimento fresco. El bizcocho que comíamos ya no era pan, sino un polvo mezclado de gusanos que habían devorado toda su sustancia, y que además tenía un hedor insoportable por hallarse impregnado de orines de rata. El agua que nos veíamos obligados a beber estaba igualmente podrida y hedionda. Para no morirnos de hambre, nos vimos aún obligados a comer pedazos de cuero de vaca con que se había forrado la gran verga para evitar que la madera destruyera las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco días en el mar para ablandarlo un poco; para comerlo lo poníamos en seguida sobre las brasas. A menudo aún estábamos reducidos a alimentarnos de serrín, y hasta las ratas, tan repelentes para el hombre, habían llegado a ser un alimento tan delicado que se pagaba medio ducado por cada una. Sin embargo, esto no era todo. Nuestra mayor desgracia era vernos atacados de una especie de enfermedad que hacía hincharse las encías hasta el extremo de sobrepasar los dientes en ambas mandíbulas, haciendo que los enfermos no pudiesen tomar ningún alimento. De éstos murieron diecinueve y entre ellos el gigante patagón y un brasilero que conducíamos con nosotros. Además de los muertos, teníamos veinticinco marineros enfermos que sufrían dolores en los brazos, en las piernas y en algunas otras partes del cuerpo” (Pigafetta).

Curiosamente algo de razón tenían los marineros al cotizar tan alta la carne de rata, no solo por el alimento en sí, se creía que evitaba el escorbuto. Efectivamente —y a diferencia de los humanos— ellas sí sintetizan y almacenan la vitamina C.

La enfermedad no trató a todos por igual y se cebó con la marinería (deformando sus caras por las encías hinchadas), pero respetó a los capitanes y a la mayor parte de los pilotos (tenían su propia despensa y comían carne de membrillo, potente antiescorbútico que les salvó). Quiero creer que Magallanes y los demás capitanes desconocían las propiedades preventivas del membrillo y achacaron la enfermedad de sus hombres a los “malos aires”. Hasta el siglo xVIII no se descubre la relación entre la fruta fresca y el escorbuto.

Están física y emocionalmente agotados. “Creo que nunca nadie se atreverá a cruzar este océano”, sentencia Pigafetta.

Una vez más, queda de manifiesto la dureza de aquellos hombres.

Allí se venía llorado de casa.

El éxito de una empresa no solo reside en los proyectos que salen bien, también en la capacidad de resiliencia y recuperación cuando las cosas no salen como esperamos.

*Capítulo 36 del libro Un empresa redonda: El viaje de Magallanes y Elcano que cambió el mundo’ escrito por Raquel Sánchez Armán y Jesús Ripoll, fundadores de la agencia de motivación y formación Helpers Speakers.

Raquel Sánchez Armán y Jesús Ripoll, fundadores de la agencia de motivación y formación Helpers Speakers (apasionados de la historia, la navegación, el management y el desarrollo personal), reinterpretan la epopeya de la primera vuelta al mundo desde la perspectiva del management actual. En este libro podremos aprender de los aciertos —y de los errores— de aquellos hombres de hace 500 años, a través de la lección de liderazgo histórico que nos brindan. Embárcate junto a ellos en esta apasionante aventura. 
Puedes adquirir el libro en Amazon o a través de Helpers Speakers, donde podrás personalizar el ejemplar para tus trabajadores.

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