Cada vez es más frecuente escuchar a personas adultas decir “creo que tengo TDAH” cuando hablan de su dificultad para concentrarse, terminar tareas o recordar cosas simples como dónde han dejado las llaves. La atención fragmentada, la mente acelerada y la sensación de vivir en un estado de distracción permanente parecen haberse convertido en el nuevo estándar.
Cada vez es más frecuente escuchar a personas adultas decir “creo que tengo TDAH” cuando hablan de su dificultad para concentrarse, terminar tareas o recordar cosas simples como dónde han dejado las llaves. La atención fragmentada, la mente acelerada y la sensación de vivir en un estado de distracción permanente parecen haberse convertido en el nuevo estándar, tal y como sugieren los análisis de salud mental de Neuromify.
Sin embargo, no todo lo que parece un trastorno de déficit de atención lo es. En muchos casos, lo que está ocurriendo no tiene que ver con un problema neurobiológico, sino con otra cosa más común, más invisible… y más silenciosa: el estrés cognitivo.
El mito del TDAH en adultos y la realidad del sistema saturado
La popularización del TDAH ha traído consigo una mayor conciencia sobre la neurodivergencia, lo cual es positivo. Pero también ha generado una cierta banalización: confundir estar saturado, estresado o sobreestimulado con tener un diagnóstico clínico. Y eso no es menor.
Muchas de las personas que se describen a sí mismas como “distraídas crónicas” en realidad están viviendo bajo un nivel constante de presión mental, donde su cerebro ha dejado de tener espacio para procesar, ordenar y enfocar. La atención no desaparece, pero sí se debilita. La memoria de trabajo se fatiga. La capacidad de filtrar estímulos se vuelve errática. Y el resultado se parece, sí, a un TDAH… pero con otra raíz.
¿Qué es exactamente el estrés cognitivo?
Podríamos definir el estrés cognitivo como el agotamiento de los recursos mentales necesarios para funcionar bien: atención sostenida, memoria a corto plazo, planificación, flexibilidad mental, toma de decisiones. Cuando estos recursos se sobrecargan —ya sea por multitarea, exceso de pantallas, preocupaciones constantes o una agenda imposible—, el cerebro entra en una especie de “modo de defensa”, donde prioriza la supervivencia básica, pero sacrifica todo lo que requiere más energía.
Es por eso por lo que tareas simples se vuelven difíciles, los errores aumentan, y lo que antes fluía con naturalidad ahora cuesta el doble. No es un fallo del sistema: es una forma de protección.
Vivimos en un entorno que no favorece la atención
La concentración requiere ciertas condiciones: tiempo sostenido, ausencia de interrupciones, y una carga emocional moderada. Pero en la mayoría de los entornos laborales actuales ocurre todo lo contrario. El bombardeo constante de notificaciones, los cambios de contexto, las reuniones encadenadas y la falta de descanso real crean un ecosistema donde la atención está en peligro.
A esto se suma el componente emocional: la ansiedad, el miedo a no rendir, la presión por ser productivo… Todo ello activa el sistema de alerta y deja al cerebro atrapado entre la urgencia y la dispersión.
En este contexto, no es raro que muchas personas empiecen a cuestionar sus propias capacidades. Se sienten torpes, improductivas, e incluso dudan de su inteligencia. Pero el problema no es su capacidad. Es el entorno. Y el modo en que ese entorno interactúa con su sistema nervioso.
Cómo saber si lo tuyo es estrés cognitivo y no TDAH
Existen diferencias clave entre un trastorno neurobiológico y una alteración del funcionamiento por estrés. Una de las más importantes es la variabilidad del rendimiento. Las personas con TDAH suelen tener dificultades atencionales desde la infancia, de forma persistente y transversal. En cambio, quienes sufren estrés cognitivo suelen rendir bien cuando están descansadas, motivadas o en entornos con pocas demandas simultáneas.
Otra pista es la presencia de otros síntomas: si la falta de concentración aparece junto a fatiga, insomnio, irritabilidad, ansiedad o sensación de estar mentalmente saturado, es muy probable que estemos ante un cuadro de estrés. Y eso tiene solución.
De hecho, cada vez más programas de salud mental corporativa están poniendo el foco en detectar estas señales antes de que se conviertan en patológicas. Uno de los enfoques más interesantes es el de Neuromify, que permite identificar los niveles de carga mental de los trabajadores y ofrecerles ejercicios de regulación emocional, descanso cognitivo y estrategias de atención plena para reequilibrar su sistema.
Lejos de ser una solución genérica, se trata de una intervención personalizada, diseñada para adaptarse a las demandas del entorno y las características individuales de cada usuario. Una herramienta que no sólo previene el deterioro, sino que devuelve el control a la persona sobre su mente.
Recuperar la concentración: menos esfuerzo, más estrategia
La solución no pasa por “hacer más esfuerzo” o “ponerse serio”. Al contrario: intentar concentrarse a la fuerza cuando el cerebro está saturado solo genera más frustración. La clave está en reducir la carga, ordenar el entorno y darle al cerebro lo que necesita para funcionar bien.
Eso implica pausas reales, no sólo dejar de mirar el correo durante cinco minutos. Implica también aprender a cerrar ventanas mentales, a gestionar las emociones, y a reconectar con la tarea sin castigarse por haberse distraído.
Además, hay prácticas concretas que la ciencia ha demostrado efectivas para reducir el estrés cognitivo: el uso de técnicas de respiración, los ejercicios de relajación progresiva, la planificación realista del día, la segmentación de tareas y, muy especialmente, la práctica del descanso atencional. No hacer nada también es una forma de cuidar la mente.
Una nueva forma de entender el bajo rendimiento
Durante años, hemos culpado a las personas por su “falta de concentración”, cuando en realidad lo que faltaba era comprender lo que pasaba dentro de ellas. El estrés cognitivo nos invita a cambiar el foco: de la exigencia a la regulación, del juicio a la empatía, del síntoma a la causa.
Y en ese cambio, no sólo ganan las personas. También ganan las organizaciones. Porque un cerebro descansado, enfocado y tranquilo es el mejor aliado de la productividad sostenible.