El sonido de los tacones de Elvira resonaba en el pasillo, marcado y apresurado, como un metrónomo inquieto, la puerta del ascensor se abre, no era la primera vez que recorría aquel camino que la llevaría a la sala de reuniones en la planta 10, pero esta vez todo era distinto: ahora era la líder. Su carpeta de notas estaba cargada de datos, gráficas y esquemas detallados, pero también de algo más difícil de ordenar: dudas, muchas dudas.
«Tal vez se han equivocado», pensó, aunque sabía que había trabajado duro para llegar allí. Aun así, ese murmullo persistente le susurraba que no era suficiente, que tarde o temprano alguien se daría cuenta de que no pertenecía a ese lugar. Sentía como si cargara un traje prestado, demasiado grande para ella, un disfraz que la obligaba a aparentar algo que no creía ser.
Elvira estaba enfocada en el “hacer”: trazaba objetivos claros, asumía responsabilidades y no descansaba hasta sacar adelante todos los proyectos. Pero, más allá de los números que respaldaban su esfuerzo y las evaluaciones positivas que había recibido, no conseguía encontrar esa seguridad interna que tanto anhelaba. Había perdido la conexión con su propio ser y, sin darse cuenta, había caído en una rutina de automatismos que comenzaba a pasarle factura. A veces se preguntaba cómo era posible que, con todo lo que había logrado, a veces se sintiera tan pequeñita y desconectada de ella misma.
A unos pisos de distancia, Inés se ajustaba el cinturón frente al espejo del ascensor mientras que bajaba hacia la sala de conferencias de la Empresa. Su reflejo le devolvía una sonrisa confiada, casi desafiante. Iba a un congreso del sector y ella era una de las ponentes principales, estaba segura de que todo saldría bien, le gustaban las audiencias grandes, sabía cómo mostrar toda su presencia con grandeza y eso le hacía sentirse poderosa.
Inés había aprendido a caminar por la vida como si tuviera alas. Su seguridad era magnética; hablaba con convicción, tomaba decisiones rápidas y, por lo general, sus ideas eran bien recibidas.
Elvira e Inés no se conocían, pero sus caminos se cruzaron en un proyecto que no olvidarían. Una era la mente analítica, precisa y meticulosa, mientras que la otra aportaba ideas creativas y una energía contagiosa. Al principio, sus caracteres colisionaron como dos trenes en rieles distintos, cada uno intentando marcar su propia ruta. Elvira pensaba que Inés era demasiado superficial; Inés creía que Elvira se perdía en los detalles.
Durante una crisis en el proyecto, Elvira le mostró a Inés un análisis que desmontaba por completo una de sus ideas principales. “Creo que debemos replantearlo”, dijo con calma, pero con una convicción inquebrantable que desarmó la resistencia de Inés, sus alas parecían no sostenerla igual que antes y en lugar de defender lo indefendible con su habitual locuacidad para ganar las discusiones a fuerza de palabras y energía, Inés respiró hondo y, por primera vez, reconoció su error. Fue entonces cuando empezó a entender que la verdadera confianza no estaba en aparentar infalibilidad, sino en aceptar que ella también tenía espacio para aprender.
Un día, en una reunión especialmente complicada con el Cliente y tras el cambio de rumbo del proyecto, Elvira propuso un enfoque innovador que nadie esperaba. Su voz, al principio tímida, fue ganando firmeza y seguridad. Inés la observó con una mezcla de sorpresa y admiración. “Es brillante”, pensó para sus adentros y le mostró una sonrisa cómplice que denotaba su apoyo y reconocimiento…fue la primera vez que Elvira sintió que alguien la miraba más allá de sus propios miedos, esos mismos miedos que ella tantas veces había utilizado como armas sutiles para desarmar los argumentos de los demás.
Con el tiempo, ambas entendieron que mostrar su vulnerabilidad no las hacía más débiles, sino que las fortalecía. Al atreverse a pedir ayuda de forma natural, su vínculo se hizo más sólido. Elvira comenzó a confiar en su intuición y a hablar con seguridad, respaldada por su preparación. Inés, por su parte, aprendió a valorar los detalles y la profundidad, sin perder su carisma natural.
El proyecto ya no importa, porque lo que realmente quedó fue un aprendizaje más valioso: entendieron que la confianza y la competencia son fuerzas que deben equilibrarse. La confianza nos puede llevar a descuidar la preparación o a subestimar a los demás, pero es el respaldo de una seguridad genuina lo que permite liberar todo nuestro potencial.
En el mundo laboral, muchas veces premiamos las apariencias: al que habla más alto, al que parece tener todas las respuestas o aparenta más seguridad. Pero ¿Cuántas veces nos detenemos a mirar más allá? ¿Cuántas oportunidades perdemos por no darle espacio a quien lo merece y no lo pide? ¿Cuánto talento desperdiciamos por no tomarnos el tiempo de descubrirlo?
La puerta del ascensor se abre una vez más. La decisión es tuya. ¿Qué harías tú?