14 de julio de 2025

Más allá de las 37,5 horas

En los últimos meses, el debate sobre la reducción de la jornada laboral ha ido ganando terreno en los medios, en los despachos de Recursos Humanos y, por supuesto, en las conversaciones informales de café. La propuesta de establecer una jornada semanal de 37,5 horas no es una anécdota más en la agenda política; es el síntoma de una transformación de fondo en nuestra forma de trabajar. Pero ¿es suficiente con recortar horas para mejorar la vida laboral? ¿O estamos ante la oportunidad —y responsabilidad— de replantearnos de verdad cómo, cuándo y para qué trabajamos?

Reducir la jornada no es una idea nueva. Desde hace décadas, en distintos países y sectores, se ha experimentado con modelos de trabajo que desafían la clásica estructura de 40 horas semanales. Sin embargo, ahora el contexto ha cambiado profundamente. Vivimos en un entorno donde la tecnología permite mayor flexibilidad, donde el teletrabajo se ha consolidado como alternativa viable, y donde las nuevas generaciones exigen no solo un salario competitivo, sino también un equilibrio real entre la vida personal y profesional. En este escenario, hablar únicamente de “menos horas” se queda corto. La cuestión no es solo trabajar menos, sino trabajar mejor. La clave está en entender cómo usamos ese tiempo y si responde a una lógica productiva, sostenible y centrada en las personas.

Durante demasiado tiempo, la productividad se ha medido en horas de presencia. Estar era sinónimo de cumplir. Pero hoy sabemos que esto no solo es ineficiente, sino también contraproducente. Un profesional agotado no es más productivo, ni más creativo, ni más comprometido. Medir el compromiso por el número de horas en la silla es como valorar una película solo por su duración: un dato que no dice nada por sí mismo. La productividad real se construye con equipos motivados, objetivos claros, autonomía y cultura de confianza. Y para eso, es imprescindible repensar el diseño de las jornadas laborales desde una mirada estratégica.

En este punto, el papel de los departamentos de Recursos Humanos es más relevante que nunca. No se trata de aplicar una fórmula mágica igual para todos, sino de analizar el uso real del tiempo, conocer las necesidades de cada equipo y proponer soluciones adaptadas. Las herramientas tecnológicas actuales permiten obtener datos muy valiosos sobre el tiempo trabajado, los picos de actividad o las posibles sobrecargas. Pero no se trata de controlar, sino de comprender. No se trata de vigilar, sino de anticiparse. Cuando RR. HH. utiliza esta información de forma inteligente, puede detectar desequilibrios, ajustar ritmos y contribuir directamente al bienestar de las personas.

Además, hay algo que no podemos ignorar: el talento hoy tiene opciones. Cada vez más profesionales eligen dónde trabajar no solo por el sueldo, sino también por el estilo de liderazgo, la flexibilidad horaria, la autonomía o el propósito de la empresa. En este sentido, las organizaciones que sepan escuchar y adaptarse, que ofrezcan modelos de jornada coherentes con los valores del siglo XXI, serán también las que atraigan y retengan a los mejores perfiles. No por obligación legal, sino por pura inteligencia competitiva.

A menudo se tiende a pensar que trabajar menos implica necesariamente rendir menos. Pero la experiencia de muchas empresas demuestra justo lo contrario. En países que han adoptado modelos de jornada reducida o semana laboral de cuatro días, los niveles de productividad se han mantenido estables o incluso han mejorado, mientras que el absentismo ha bajado y el bienestar ha subido. Lo que falla no es el número de horas, sino la forma en que las organizamos y el sentido que les damos. Una jornada más corta obliga a ser más eficiente, a reducir los tiempos muertos, las reuniones que podrían haber sido un correo y las cadenas interminables de tareas inconexas. Obliga a pensar mejor, y eso no es una pérdida. Es una ganancia.

Volviendo al debate de las 37,5 horas, es cierto que una jornada más corta puede ser un avance. Puede reducir el estrés, mejorar la conciliación y aumentar la satisfacción general. Pero solo si va acompañada de una reflexión profunda sobre cómo queremos estructurar el tiempo laboral. No sirve de mucho reducir la jornada si seguimos acumulando reuniones innecesarias, si seguimos midiendo por horas y no por objetivos, o si trasladamos la presión del horario al fin de semana. Es decir, no se trata de mover el problema de sitio, sino de resolverlo de raíz.

El futuro del trabajo no se decide en una reforma puntual, ni en una medida concreta. Se decide en la actitud con la que las empresas afrontan este cambio. ¿Queremos personas más descansadas, motivadas y creativas? ¿Queremos líderes que inspiren y no agoten? ¿Queremos organizaciones que dejen de exprimir el tiempo como un recurso ilimitado y empiecen a tratarlo como lo que es: un bien valioso y finito? Si la respuesta es sí, entonces empecemos por revisar nuestras propias creencias sobre el trabajo y el tiempo. Preguntémonos si estamos diseñando entornos laborales donde las personas puedan dar lo mejor de sí sin tener que renunciar a su vida personal, a su salud o a su equilibrio emocional.

Trabajar menos no es una amenaza. Es una oportunidad. Es el momento de pasar del presentismo al sentido común, de la desconfianza a la corresponsabilidad, del control a la colaboración. No se trata solo de ajustar el reloj, sino de rediseñar el tiempo. Y en ese camino, los líderes, las empresas y los departamentos de RR. HH. tienen un papel decisivo. Porque el futuro no se improvisa. Se construye. Y empieza, precisamente, por replantearnos cómo queremos que sea el tiempo que dedicamos a trabajar.

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