4 de junio de 2025

Donde nacen los sueños

Dora se despertó más temprano de lo habitual; sentía un incómodo nudo en el estómago. La incertidumbre de su primer día de trabajo se mezclaba con la emoción. No esperaba que fuera fácil, pero había luchado mucho para llegar hasta aquí. En esta ocasión, no se lo había contado a nadie, ni siquiera a su madre, con quien desde niña había compartido todos sus secretos, aventuras y desventuras.

Esta vez, el miedo de fracasar estaba presente, aunque intentaba no dejar que dominara su mente. Había dejado de confiar en los demás y, en parte, también en ella misma.

Desayunó lo de siempre: un café muy caliente, dos nueces y una tostada de aguacate con un chorrito de limón, sal gorda y aceite. Una rutina que la tranquilizaba y potenciaba su sensación de control.

Se arregló con esmero. La noche anterior había dejado cuidadosamente preparado todo: se puso una blusa blanca, pantalones oscuros y sus zapatos de hebilla en charol rojo.

Ya en el tren, repasó las notas tomadas durante su exhaustiva lectura del libro que su amigo Miguel le había recomendado: Los primeros 90 días. Mientras el tren avanzaba hacia Madrid, con un agobiante trasiego de viajeros al que no estaba acostumbrada, pasaba las hojas en busca de respuestas a las preguntas que se agolpaban en su mente. Al llegar a la estación, el bullicio de la ciudad la envolvió.

No esperó ni cinco minutos en la recepción de su nueva oficina. En seguida, apareció un hombre de melena rubia y rizada, que parecía un león. Vestía una camisa de cuadros, vaqueros y una chaqueta de pana.

—¡Hola, Dora! —le dijo con una amplia sonrisa—. Soy Carlos, el HRBP, y seré quien te acompañe estos días a descubrir nuestro particular mundo.

Su actitud cercana me hizo sentir un poco más tranquila.

Dora le estrechó la mano. Su mirada se posó en sus ojos y, en sus palabras, encontró algo reconfortante.

—Estábamos deseosos de tu llegada, Glinda nos ha dicho que eres maravillosa —dijo Carlos con un gesto sincero.

—¿Maravillosa? —respondió Dora, con cierta incredulidad. No estaba acostumbrada a que la definieran de esa manera—. ¡Qué responsabilidad! —El halago la dejó sin palabras por un momento.

Carlos soltó una estruendosa carcajada.

—Me encanta la cara que acabas de poner —¿te sorprende que te digan que eres maravillosa? —Dora, sin saber qué responder, solo asintió mientras sentía una calidez inesperada en su interior.

—Por cierto, me encanta tu nombre.

—Bueno, mi nombre… es en honor a mi abuela Dorotea. Ella luchó por los derechos de las mujeres cuando nadie más se atrevía. Incluso fue a la universidad, estudió filosofía y escribió un libro que su marido…

—¿Tu abuelo?

—No exactamente… eso es una larga historia —respondió algo tímida—. Su marido tuvo que publicarlo con su nombre, si la autora era mujer, nadie lo compraría.

Aquel primer día de trabajo, lleno de reuniones, presentaciones y un detallado onboarding que la introducía en la dinámica de la empresa, la hizo sentirse un poco más segura, aunque la presión no desaparecía.

Al final de la jornada, Dora tomó el tren de regreso a casa. Su mente no dejaba de dar vueltas a todo lo vivido. Respiró profundamente, apoyando la cabeza sobre el cristal. El paisaje le resultaba borroso, como si el mundo real estuviera esperando a ser desvelado en un instante.

A la mañana siguiente, la misma rutina: un café ardiendo, dos nueces y una tostada de aguacate con un chorrito de limón, sal gorda y aceite. Esta vez, en lugar de perderse en pensamientos repetitivos y angustiantes, puso la radio.

Llegó a la oficina a la hora que Carlos le había indicado, aunque no la recordaba así. Estupefacta, percibió que estaba en un lugar completamente diferente: un paisaje lleno de árboles gigantes, flores brillantes y animales que hablaban.

Con un toque en el hombro, un león en posición bípeda y vestido con camisa de cuadros la saludó.

—Buenos días, Dora —dijo con una sonrisa llena de simpatía. Al ver la cara de asombro y espanto de la mujer, enseguida añadió—: Soy Carlos.

Dora no daba crédito; es la misma voz que ayer me acompañó durante mi primer día. Con voz temblorosa, Dora dio los buenos días y preguntó:

—¿Dónde estamos?

—Ven, te lo mostraré —entrelazando su brazo al de la sorprendida Dora, comenzó a avanzar por un camino de baldosas amarillas, saludando a su paso a un espantapájaros que le devolvió el saludo y a un hombrecillo de hojalata.

Llegaron a la orilla de un río color esmeralda.

—Te voy a presentar al Mago —introdujo el león.

—¿Al Mago? —respondió la chica con curiosidad.

—¿Aún no has descubierto dónde estamos? —sonrió con picardía Carlos—. Estamos en Oz.

Dora, aún atónita, lo siguió hasta una barca. Se subieron y, mientras avanzaban por el río, vio paisajes que nunca había imaginado: montañas flotantes, árboles que cambiaban de color y animales extraños que danzaban y canturreaban. Era como si el mundo entero fuera un lienzo en movimiento, y todo estuviera lleno de magia.

Al llegar al final del trayecto, la barca se detuvo frente a un palacio majestuoso. Allí, esperándola, estaba el Mago de Oz. Un hombre muy bajito, de semblante tranquilo y una mirada profunda.

—Bienvenida a Oz, Dora —dijo el Mago. Su voz era suave, pero tenía un peso en cada palabra.

Dora lo miró, desconcertada.

—Estás en un lugar mágico. Aunque, a decir verdad, yo… yo no soy un mago —expresó con la voz entrecortada y llena de notas de tristeza—. Solo soy un hombre que ha aprendido a hacer creer a los demás que tengo poderes. Pero en realidad, lo único que tengo es miedo. Miedo de no ser suficiente, de no cumplir con las expectativas.

Dora, al oír esto, sintió una conexión profunda con él. Comprendía perfectamente ese miedo. Ella misma había vivido con él durante años, especialmente después de los fracasos en su carrera. Miedo de no ser suficiente. Pensar esto la vinculó con su yo más profundo. Buscó el miedo, pero… ya no estaba.

—No necesitas tener poderes —le dijo Dora con firmeza—. Lo que tienes dentro de ti, eso es lo que importa. Todos en Oz te admiran, y necesitan tu liderazgo, pero no porque tengas poderes, sino porque tienes algo que pocos tienen: empatía, comprensión y la capacidad de ver el valor de todos, sin importar quiénes sean.

El Mago la miró, incrédulo.

—¿Cómo sabes eso?

Dora sonrió, sintiendo una calma profunda.

—Porque yo también he tenido miedo, Mago. Y he aprendido que lo que nos hace verdaderamente fuertes no es la magia, sino el poder de nuestra humanidad. Y aquí, en Oz, en este lugar lleno de diversidad, lo que más necesitamos es aprender a vivir juntos, a integrar todo lo que somos. Esa es la verdadera magia.

El Mago la miró fijamente, y por un momento, su rostro reflejó una luz que antes no había tenido.

—¿Crees que puedo liderar sin magia? —preguntó, con una inseguridad que nunca había mostrado antes.

Dora asintió con confianza.

—Sí, porque el poder que tienes dentro de ti es suficiente para guiar a Oz hacia un futuro mejor. No necesitas magia, solo tu corazón y tu visión. Y lo que es más importante, necesitas creer en ti mismo.

La conversación entre Dora y el Mago de Oz continuó durante un largo rato, y mientras hablaban, Dora sintió cómo su propia confianza crecía. El Mago de Oz, ese hombre que había intentado esconder su inseguridad detrás de una fachada de poderes, estaba empezando a creer en sí mismo. Y Dora, a su vez, comenzaba a entender que el verdadero poder estaba en la aceptación de uno mismo y en la capacidad de conectar con los demás, especialmente en un lugar tan diverso como Oz.

De repente, un pitido agudo la sacó del sueño profundo. Abrió los ojos. Estaba en el tren. El paisaje ya no era mágico, pero sentía que algo había cambiado en su interior.

A la mañana siguiente, al acudir a la oficina, estaba justo como la recordaba el primer día, estaba la misma muchacha de gafas azules y pelo corto en la recepción que me dijo que se llamaba Alicia y …de repente, vio pasar un gorrión con pajarita, comenzó a caminar por el pasillo, el cual hubiera jurado que era de moqueta y ahora había baldosas amarillas que brillaban con intensidad. Dora se detuvo un momento, preguntándose si todo había sido un sueño. Aunque algo en su corazón le decía que no. Que el poder de creer en uno mismo la acompañarían siempre.

Era una nueva etapa, un nuevo comienzo. Y Oz, aunque tal vez solo existiera en su mente, había dejado una huella imborrable.

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