28 de marzo de 2024
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El Reino Dorado

El Reino Dorado

El verdadero aliciente de los rumores es la novedad. Paven cerró los ojos, abstrayéndose del bullicio indescifrable de la taberna, concentrándose en la conversación de la mesa contigua. Las palabras se intercalaban entre frases indescifrables. La promesa de un lugar mejor era inequívoca; un reino dorado en el que no existía la inequidad, ni el hambre, y en el que todos sus vasallos eran tratados como nobles.

No necesitaba oír más. Abrió los ojos con una mirada cargada de determinación y anhelos de aventura. 

El caballero rebuscó en su humilde morada pertrechos para el viaje que le esperaba. Abrió cajones con la desesperación de un saqueo y la ilusión de quien tiene una meta clara. «¿Cómo debería pertrecharme para el viaje?», caviló. Poco le preocupaban los riesgos y peligros del camino. Su mayor temor era cómo podrían verle las personas de aquel idílico lugar. Si los bisbiseos que escuchó eran ciertos, para aquella gente él sería poco más que un mendigo de mellada armadura y herrumbrosa espada. Abrió su taleguilla y contó las escasas monedas. Quizás si ahorrara en víveres podría invertir una parte en que el herrero del pueblo le puliese las placas. Sería igual de vieja y anticuada, pero quizás el brillo les proyectara una imagen más notable de él mismo.

* * *

La vespertina luz del alba provocó destellos en su pulida coraza de aspecto argénteo. Sus pasos pronto le llevaron a la caótica encrucijada de Infojobia, en donde mercaderes formaban un laberinto de puestos de obligatorio recorrido para poderlo atravesar. Soldados, mercenarios, vagabundos y todo tipo de buscavidas atestaban las estrechas calles dificultando el paso. A la noche llegó a la vecina comunidad de Linkelia, en donde pudo pasar la noche gratuitamente a cambio de ayudar en la limpieza del lugar.

Al séptimo día oteó desde un altozano las grandes torres esplendorosas de su destino. El Reino Dorado se elevaba como un desafío a los dioses desde el interior de un pequeño sistema montañoso. Su hermetismo era su mayor seguridad.

Avanzó raudo, casi sin pestañear, con los ojos cargados de esperanza. El camino terminaba en una oscura cueva que le desconcertó. «¿Cómo puede ser tan oscuro el paso a un lugar tan brillante?», masculló en voz baja. Antorchas, demasiado distanciadas entre sí, marcaban la vía que recorría la gruta. Pronto, una oscuridad total lo bañó todo. Asustado, desenvainó su espada provocando un ruido que le hizo apretar los dientes.

—¿Quién eres y qué te trae aquí? —Sonó guturalmente de forma atronadora.

El joven miró en derredor sin localizar el origen de la voz. Parecía provenir de todas partes.

—So… Soy… —balbuceó pavoroso—. Paven Protorchattevan.

Dos ojos carmesíes, como dos lunas de sangre, resplandecieron a escasos metros de distancia. Una luz tenue antinatural ascendió iluminando la gran bóveda en la que se encontraba. La criatura que tenía frente así se presentó, pero un miedo primigenio le impidió recordarlo.

—Sois… —susurró.

—Soy el protector del Reino Dorado —completó.

Dos grandes cuernos nacían de su frente. Una cola gruesa y punzante se enroscaba entorno a su cuerpo. Solo dos grandes alas coriáceas estaban exentas de escamas en la espeluznante y voraz criatura draconiana. El dragón volvió a hablar con su potente y áspera voz. Explicó, hablando apresuradamente, la historia del Reino Dorado. Se deleitó narrando sus grandes hazañas y gestas, así como de los héroes que lo habitaban. No lo regía un rey, sino un duunviro compuesto por dos personas. Empezó escuchando con ilusión, pero pronto la verborrea, y extensión del discurso, le hizo perderse entre tantos detalles. En más de una ocasión intentó preguntar, pero la potente voz de la bestia acallaba su alterado tono. Pestañeó con una pesadez soporífera preguntándose si estaba bajo el hechizo de aquel ser.

—¿De dónde vienes? —demandó la bestia pillándole por sorpresa.

El caballero miró en derredor sorprendido, y se percató por primera vez de que la sala estaba atestada de armaduras y prendas de todo tipo. No estaban habitadas por restos humanos, lo cual le 

extrañó y perturbó afectando a su voz. Tartamudeando explicó de dónde venía y el camino que había recorrido hasta llegar allí.

—¿Qué experiencia tienes con hechizos transfigurados de nivel 8?

—Eh yo… no soy un mago. Soy un caballero.

—¿Cuál es la cuarta base alquímica no reconocida por Paracelso?

—No lo sé… —respondió abatido.

—¿A cuántos hombres y mujeres has dirigido en batalla?

—A ninguno, pero he ayudado a todos mis compañeros en armas.

—¿Qué instrumento musical tocas?

—Ninguno —repitió.

—¿Qué otras armas esgrimes además de la espada?

—Mi formación fue con armas cortantes, aunque toda mi vida he portado una espada de dos manos.

—¿Podrías pues ir a la batalla con dos cimitarras?

—Sí, aunque sería más eficiente con mi arma.

Los minutos se hicieron pesados y las preguntas le desconcertaron. «¿Qué tiene que ver todo esto con el Reino Dorado?», se preguntó.

—Puedes marchar en paz.

—¿No puedo entrar?

—Se te hará saber —pronunció con tal determinación que Paven dio un paso atrás.

Se despidió rápidamente del dragón y deshizo sus pasos saliendo de la cueva. En el exterior se encontró con una joven que le sonrió eclécticamente y se introdujo en la gruta musitando palabras incoherentes.

* * *

La mañana se abrió fría y húmeda. Le dolía la espalda por haber acampado al raso. Consumió sus exiguas provisiones y las llamas de su hoguera crecieron repentinamente. El rostro grotesco del dragón se perfiló en el fuego.

—Puedes volver. —Creyó entender en el ruido distorsionado que sonó.

Se aseó rápidamente y regresó al camino cavernario. Cabizbajo, pensó que aquel sería su final. Era imposible haber satisfecho a la bestia con sus respuestas. Podría haber mentido, pero algo en su interior le decía que aquel ser lo sabría. Recordaba aquellos dos ojos rojos clavados en él y cómo escrutaba cada gesto, cada inflexión de la voz, y cada movimiento.

Cuando llegó a la oscura pared de su anterior encuentro, el ritual se repitió, y la sala comenzó a iluminarse progresivamente. Ante su sorpresa, no era un ser alado sino una persona quien le esperaba.

—Paven Protorchattevan —saludó, y un destello escarlata en sus pupilas le desconcertó.

—Soy Loris Ñoladar —dijo sonriente.

Un reconocimiento se despertó en su interior. «¿Ese no era el nombre del dragón?», conjeturó.

—A veces es necesario ser un dragón ante los desconocidos y marcar así una línea de defensa sin necesidad de hacer nada más.

—¿No sois un dragón?

—Puedo ser muchas cosas o ninguna. Pero no hablemos de mí.

Has recorrido un largo camino hasta llegar aquí.

El hombre, de aspecto afable, sonrió y se mantuvo callado. Paven se vio compelido a rellenar aquel silencio diciendo algo.

—Sí. Quiero unirme a su reino.

—¿Por todas las riquezas de las que se habla? —Enarcó una ceja.

—Le mentiría si se lo negara. Creo que puedo convertirme en mejor guerrero con todos los recursos de los que disponen.

—Has sido sincero y no caído en la tentación del embuste donde otros guerreros sí lo hicieron.

Paven no pudo evitar mirar los montones de prendas, armas y placas que había en derredor.

—Te has mantenido firme en tus valores, compromiso y sinceridad.

—Me habría engañado a mí mismo si no lo hubiera hecho así— contestó haciendo sonreír al guardián.

—Es por todo ello que has sido admitido en el Reino Dorado.

Ahora, desnúdate.

—¿Perdone?

El otrora dragón emitió una risita límpida y lo aclaró.

—Debes dejar tu pasado atrás. Tu armadura, ropa y espada supondrían un vínculo con tu pasado que te impediría integrarte en el Reino Dorado. Debes dejar todo atrás y adentrarte en este nuevo mundo solo con tu experiencia y la carga que lleves en tu corazón.

Paven, contempló los montones que le rodeaban entendiéndolo todo. Resopló decidido y comenzó a desnudarse antes de que Loris acabara de hablar.

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