18 de abril de 2024
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El día en que cambiamos el mundo, ganador del 14º Premio Literario RRHHDigital

El día en que cambiamos el mundo, ganador del 14º Premio Literario RRHHDigital

Rosa sentía que era el primer día del resto de su vida. Le palpitaba nervioso el corazón: pisaba una oficina después de años de universidad, era su comienzo como becaria. Mientras ensoñaba, las puertas del ascensor se abrieron; era un piso 15 con las mejores vistas de la ciudad. Se sentía con ganas de comerse el mundo y un síndrome de impostora mal disimulado.

Ese día le presentaron a todos, pero le llamó especialmente la atención Peter, el director de Estrategia: parecía el dueño del mundo y, por supuesto, de la oficina. Todos parecían admirarle. Y Ander, que tenía un nosequé, como de ser más de lo que aparentaba tras su rostro calmo y callado, pero atento, listo e inteligente. Quince años le dijeron que llevaba en la empresa, técnico senior en su área. Y, claro, la directora de RR.HH., que la recibió y la acompañó para iniciar su onboarding. No pudo evitar acabar el día preguntándose si ese panorama de tanto gonosoma XY en la Dirección y el XX en RR.HH. era casualidad o el tópico típico de desigualdad y techo de cristal que les contaban en el máster. Entonces parecía lejos, como de ciencia ficción, pero igual acababa siendo verdad.

Y así, caminaba hacia la cama, satisfecha, rumiando por qué al abordar a Peter con una duda, le espetó: «Eso pregúntaselo a La Pluma». Indagando, le dijeron que se refería a Ander.

«¿Quizá era escritor?», se preguntaba mientras el mundo de los sueños la abordaba; la impostora se iba de picos pardos y el ruido de fondo de la ciudad se apagaba.

Fueron pasando los días, su duda no corría prisa y, unas semanas después, ya habiendo trabajado con Ander, se acercó a preguntarle su duda acerca del plan anual. Quedó fascinada con su profundo conocimiento y experiencia, pero también por su visión clara que sabía poner en palabras y ejemplos que Rosa asimilaba bien. Era evidente la razón por la que Peter la invitó a hablar con él. Tal era su fascinación que, en un alarde confianza, le pregunto: «Ander, ¿eres escritor?». Ante su expresión de sorpresa como respuesta, se dio cuenta de que algo no cuadraba, había pisado suelo frágil; pero ya no había vía de retorno y ante su curiosidad reconoció que Peter le llamaba «La Pluma». Su rostro, de él, mutó a un gris triste; le volvió la espalda y Rosa quiso disculparse, pero no supo por qué y se marchó silenciosa, culpable. No es que algo se hubiera roto, sencillamente Ander lograba vivir como si no existiera la herida, un monstruo que, en ocasiones, volvía a aparecer.

Rosa había encajado en un grupo que todas las mañanas tomaba café juntos en la oficina, y algún afterwork —ese salvavidas para ventilar, desahogarse y que la comunicación real ocurra, incluidos los rumores y elucubraciones— más efectivo que la newsletter semanal.

El día siguiente del incidente, actualizaron a Rosa: era hora de que le contaran quiénes eran los Reyes Magos, que cayera la máscara de la ingenuidad de las apariencias. Así que le ofrecieron la píldora roja y la azul, por si quería seguir viviendo en la inocencia. Valiente, eligió la roja.

Peter hacía honor al principio que le daba nombre, no recordaban la última vez que fue capaz de hacer la o con un canuto; se dedicaba a pasear por la oficina, hacerse el gracioso, hacer comentarios fuera de contexto a todos y tener muchas reuniones en las que daba opiniones sobre temas en los que claramente no tenía experiencia ni dominaba. Eso sí, no se te ocurriera dejar claro que sabías más que él, contradecirle o no reírle una gracia. De hecho, esto último encendía su sensibilidad y comenzaba una espiral de, digamos, pesadez.

Ander entró en la empresa en la misma época que Peter, todos reconocían que la oficina funcionaba gracias a él. Callado y poco dado a confrontaciones, bajaba la mirada y trabajaba largas jornadas para compensar la falta de criterio de Peter. La oficina era un teatro que gravitaba entorno a un Peter protagonista y llamativo, y un Ander secundario pero que daba cuerpo al guion, la estrategia, la operación y los resultados. Este hacía como que todo lo decidía el primero, que era idea suya; y todo funcionaba en un sistema parasitario e imperfecto, pero aparentemente equilibrado y perfecto para todos. 

Peter le llamaba «La Pluma» en referencia a los rumores que llevaba años sembrando sobre la identidad de género de Ander. Algo que, la verdad, traía sin cuidado a todos. Los desprecios eran continuos y constantes. Así, proseguían los compañeros de Rosa ante su asombro, Peter siempre supo destacar, adular a los jefes, hacer parecer que las buenas ideas y resultados eran suyos, estar en todas las salsas, hacer funcionar toda una obra de teatro mientras el traje nuevo del emperador se tejía y la dirección elogiaba una apariencia que el resto, antes que contradecir ante la ausencia de canales claros y una confianza demostrada, callaba asintiendo. Por supuesto, no faltaron quienes se sumaron al halo de Peter y lejos de callar le palmeaban y aclamaban. A estas alturas, Rosa perdió la inocencia de su primer trabajo para descubrir que no era diferente de otros grupos sociales de amigos, familiares o académicos. Un conjunto de personas interactuando juntas con un objetivo común es un sistema con dinámicas vivas, eso que conforma el ethos y habitualmente llamamos cultura.

Pasaron los días y, como suele ocurrir, una normalidad aparente volvió a tomar posesión de los días. Ander y Rosa siguieron trabajando juntos y su admiración ante la capacidad y talento de él crecía. Rosa reflexionaba: «En un mundo donde los comportamientos poco éticos, egoístas o abusivos pueden prevalecer sobre personas humildes y más pacíficas, ¿quién ha de poner los límites?, ¿es oportuno empujar a todos a una confrontación constante o a la resignación?». Aprovechó las conversaciones con Ander para intercambiar puntos de vista acerca de la «renuncia silenciosa» que la generación Z había puesto de manifiesto en la realidad laboral. 

Un día como tantos otros en los que Rosa abría a primera hora el navegador, y en el que, como todos, aparecía el Digital Workplace de la empresa a primera página, le llamó la atención una publicación en el muro social: 

Renuncio, y me quedo, 

quiero que sea la última vez que lloro en silencio, 

el último ansiolítico que tomo, 

la última cena de Navidad para aguantar a los de siempre, 

el último desprecio que recibo.

Ander ya no llora, Ander factura.

Renuncio, y me quedo,

es el último plan anual perfecto que os preparo, 

es el último cierre que coordino y corrijo,

es la última decisión a escondidas que tomo para evitar errores.

Porque soy técnico senior, director de nada.

Ander tiene un Casio, y un Twingo, y a mucha honra. 

No renuncio,

a mis compañeros fantásticos, a un trabajo que me gusta,

a aprender,

a lo poco que me permito conciliar,

a las escasas subidas de sueldo que acumulo. Me quedo.

Renuncio,

a las largas jornadas para compensar decisiones equivocadas,

a dejar de conciliar y vivir mi vida fuera de las puertas de la oficina, a ser otro.

Porque no soy otro, ni Rimbaud, ni ninguna pluma que me pongan. Me quedo.

Renuncio,

a una cultura que me hace sufrir,

a una gestión del talento que no reconoce el talento, a la meritocracia de los listos,

a la invisibilidad del talento.

Y me quedo, sin sufrir, con la cabeza y el corazón en otra parte. (Firmado: Ander)

Nadie lo sabía, y ese mismo día, con destino a Gunter salía un mensaje de la bandeja de correo de la directora de RR.HH. Mientras, los chats de mensajería y los whatsapp privados echaban humo; el muro permanecía silencioso.

Rosa dudaba en reaccionar, era becaria, sabía que se hablaba de ello, pero nadie daba un paso. Tres días después, tras un café «calentito», llegó el primer like, para sorpresa de Rosa. Antes del almuerzo ya eran cientos, los compañeros enviando un abrazo silencioso.

Al llegar el lunes siguiente, a medida que entraban en la oficina, un aroma a café y apfelstrudel invadía el ambiente. Olía a Gunter, a su sonrisa y su guten tag sonando en el aire. Pidió a todos juntarse para compartir el café y, ante un equipo expectante, comenzó: «Es el primer día de una nueva etapa; desde hoy somos más humanos; quiero conocer cada mes el clima, vuestra experiencia laboral. Reforzamos el liderazgo y las capacidades para escucharos y tener tiempo para realizar acciones de bienestar reales. Quiero medir la creación de valor sostenible por encima de los resultados, y valorar y promocionar a quien lo aporte en equipo, cooperando. Desde hoy importa el cómo lo logramos igual que los resultados» 

Gunter es el presidente, y tras el café y la estupefacción de todos, comenzó un Comité de Dirección para hacerlo realidad.

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