19 de abril de 2024
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‘¿Qué hay de lo mío?’, finalista del 12º Premio Literario RRHHDigital

'¿Qué hay de lo mío?', finalista del 12º Premio Literario RRHHDigital

Cinco de la tarde de un sábado de mayo. En otras circunstancias, fiel a mis costumbres británicas, algunas bien arraigadas gracias a mi bienio londinense, estaría tomándome un té, o tal vez un gin. Tras años dedicada a “¿qué hay de lo mío?”, dígase dirección de personas, de recursos humanos o últimamente de pandemials, los sábados tengo por costumbre hacer balance de la semana.

Hoy, sin embargo, es distinto; mis manos acarician el teclado casi frenéticamente, pues mañana, aunque es domingo, tengo un deadline. Un reto personal que, justo por no ser remunerado y no entrar en mi job description, es aún más acuciante

Me he propuesto mandar un relato de temática vinculada a mi profesión, que con el paso del tiempo he comprendido que es también mi vocación. Quedando poco más de un día, he fingido resistirme y simular nulo interés, me he excusado en no tener nada que decir, pero todo son fútiles argumentos para no dar explicaciones en caso de que la musa no me visite o que mi escrito no haga pódium. Sin embargo, me motivan estas horas para contar, callar, compartir y revivir lo maravilloso y lo retador de los días de una pandemial en recursos humanos.

Todo empezó con el trabajo en remoto, una palabra que me sabía a miel cuando estaba en la oficina 24/7 y un privilegio que envidiaba a mis colegas americanos. Una forma de trabajar que ha evolucionado en este último año y medio pero que estoy empezando a controlar ahora, porque lo de antes no era trabajo remoto, sino un frenesí por no poder salir de casa, no tener horario, una wifi que se cae, multitud de plataformas de reuniones y presentaciones que había que aprender intuitivamente y sin formación reglada, la sensación de vivir empantallada, noticias espeluznantes, la preocupación por familia/amigos/empleados, la decadencia en el vestir y pasar del tacón a las sneakers y del traje al comfy homewear, y eso, en el mejor de los casos, porque trabajar en pijama, aunque sea desde casa, es una línea que no se puede ni se debe traspasar y debería estar multado.

Viendo cómo estaba la cosa, y que el tema de trabajar en salón/cocina/despacho (pues no dejé rincón sin explorar) tenía visos de continuidad, al menos por un año más, decidí cambiar el Levante feliz por la villa de Madrid. Fue llegar a este mi refugio madrileño y conseguir, a pesar de Filomena y el adelanto de las elecciones autonómicas (no sé si doy gafe o suerte…), que el sol volviera a salir y sentirme la reina del barrio de Salamanca, pasar de vivir con la sensación de estar en lo alto de una ola intentando hacer pie, a no sólo no tocar fondo sino mantenerme a flote y dejar las cosas fluir. Porque me he dado cuenta de que uno de los mayores errores, sobre todo cuando tratas con personas, en las relaciones profesionales y personales, es intentar surfear cuando no hay olas.

Cuánto me preocupaba, durante el confinamiento, que mi gente no se sintiera aislada, que no enfermaran, que tuvieran gel, mascarillas y una tabla de ejercicios para evitar que ojos y espaldas sufrieran. Cuántos trucos para no decaer, cuantos cafés virtuales, y todo para autoconvencerme de que todo iba bien. Al final, todo es mucho más sencillo cuando aceptas liberarte de la obligación de ser feliz todo el día y a todas horas, de estar pendiente de todo y de todos, en un vano esfuerzo por no tener preocupaciones, porque eso es simplemente una utopía. Al final va a resultar que el ¿qué hay de lo mío? es la pregunta que me estoy haciendo todo el rato. Porque si yo no me cuido, no puedo cuidar a los demás, y no hay RSC más grande que uno mismo.

No sé si un jefe (horrible palabra que aún no he conseguido desterrar de mi vocabulario) de recursos humanos nace o se hace, probablemente ambas, al menos en mi caso porque la cabra tira al monte y no sé ni quiero, ni puedo dejar de pensar en personas en todo el día.

Así, cuando ando inmersa en un proceso de selección, me asaltan los pensamientos más peregrinos en los momentos más inusitados, como por ejemplo en mi clase semanal de latin dance, donde obviamente hay una mayor proporción de ellas que de ellos y nadie se queja de cuotas ni entra en debate de géneros. Pues bien, uno de esos días, estaba yo inquieta por una vacante de un proceso complicado en el que además se me instaba a que el plus femenino, que no necesariamente feminista, fuera prácticamente un requisito. Pues ahí me tenéis, pillándole el punto a los giros mientras miraba de reojo a mis compis e involuntariamente las etiquetaba y distribuía en tribus, susceptibles de ser contratadas en tal o cual departamento.

Tenemos a las “maris” que casi me producen ternura, los cuarenta ya no los cumplen y han tenido el valor suficiente para reconocer que el confinamiento y el paso del tiempo han esculpido su figura añadiendo unos volúmenes “rubenianos”. Han pedido a los Reyes un conjunto de gimnasio discretito, repiten siempre modelo, llegan tarde y se van corriendo diciendo “me esperan las cenas”. Se miran unas a otras asintiendo cómplices y comprensivas. Vienen agobiadas y se van aún más agobiadas, además de sudorosas. Las contrataría a todas; necesito perfiles con madurez, polivalencia y multitasking. Les prometo conciliación….

En una esquina se sitúan “las tres gracias”; estas ya no cumplen los sesenta, llevan conjuntos holgaditos y cómodos, llegan siempre las primeras y se van las últimas porque se quedan a preguntar a Paloma, la monitora, algún paso que no les sale. Quieren darlo todo en la verbena del pueblo y en la fiesta del Bingo. A pesar del enorme cariño que les tengo me temo que ya están disfrutando de su jubilación y me quedan fuera de rango.

Otras que llegan siempre muy apuradas son las “opo” (opositoras); tienen una cara de acelga las pobres.., se las ve tensas y llorosas, viven con temor a que las horas de estudio pasen factura a sus traseros, hace un par de años eran unas niñas muy monas, ahora se miran de reojo a ver su evolución y hablan de cosas del temario. Este perfil es tenaz y con grandes conocimientos técnicos, decido no perderlas de vista por si dejan la oposición.

En otra esquina tenemos a las “fosfis”, muchas latinas, dominan los bailes, y arriesgan con los colores y las tallas. Me fascina su carencia absoluta de pánico escénico y les hago un check mental para comerciales y PAs. Nada las achanta.

Luego tenemos a las “tatoos”;escogen la ropa del gimnasio para que s podamos admirar y contar sus tatuajes. Nunca llegan tarde porque abren y cierran el gimnasio, están mazadas, sudan mucho y te observan mientras en su mirada te llaman “blanda”, porque ellas ya han hecho kick-boxing, cross-fit, cycling y horas de máquinas. Me gustan para romper clichés, pero estoy segura de que serán exigentes con los beneficios, y tendrán muchas iniciativas de RSC.

Diseminadas por la sala están las “misses”; jóvenes, no llegan a los veinte, encantadas de haberse conocido y de que la goma de la coleta les pegue con el cordón de las zapatillas, risitas fatuas, maquilladas y con todos los conjuntos de nueva temporada de Oysho sport. Perfectas para comunicación y marketing, también he comprobado que dominan al menos dos idiomas.

De repente llegan las “killers” que irrumpen en la sala como el anuncio, “like a Bosch”, con paso firme y marcial, no miran a los lados, tienen su sitio fijo y les importa tres que hayas llegado tú antes; no sabes cómo pero acaban desplazándote, son una especie de empollonas modo ángeles de Charlie. Sus modelitos son elegantes y de tejidos tech, bien escogidos. Entre las killers sobresale “la gacela”, que pega tales brincos que lo de romper el techo de cristal se lo ha tomado literal ,porque juro que un día se hace una brecha en la coronilla. Serían un fichaje arriesgado por lo agresivo, pero bien mentorizadas; son la generación millenial que nos pisa los talones.

Cuando eres HR tienes un RH especial, a veces positivo, a veces negativo, que te hace buscar y encontrar talento debajo de la piedras, intuir colaterales monetarios y motivacionales. Creo que en vez de cabeza tengo una bola de cristal, porque cuando alguien me viene con el ¿qué hay de lo mío?, sé exactamente, entre los miles de escenarios plausibles, a qué se refieren.

Ha pasado la tarde, y aún no sé qué escribir, entorné los ojos y me quedé dormida unos instantes con las manos en el teclado; miro desesperada al ordenador y descubro aliviada que algún hado misterioso ha ido plasmando mis reflexiones, ¿sueños, ilusiones o pesadillas?, y ha comprendido mis inquietudes y mi esencia. Sólo me queda darle a enviar y esperar a que un jurado me conteste: ¿qué hay de lo mío?.

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